Cuando me encuentro frente al mar, en esos ratos de
silencio, en los que sólo se escucha como las olas mueren
estrepitosamente y con fuerza en la orilla, me doy cuenta de porque
me gusta escribir.
Frente a ese mar intenso, inmenso, fuerte y azul.
Y sencillamente es porque de alguna manera me siento como esas olas, sin
control y sin rumbo que chocan con la arena y con las palabras intento
dar un sentido a ese ciclo de vida y muerte continuo.
Y me he dado cuenta que escribir no es siempre bonito, porque a veces duele y sabe a nostalgia.
Porque escribir a veces es exponer
esos rincones que tengo conmigo, ocultos al resto. Frágiles y
quebradizos.
Y escribo cosas absurdas y cosas con un cierto sentido. Cosas tristes y
cosas esperanzadoras. Escribo sobre lo que me regalan las noches que
saben a soledad. Sobre los laberintos de gente conocida y desconocida
que pasan por cada uno de mis días. Sobre la inmensidad de los
sentimientos, sin ninguna medida. Porque así soy yo.
Y con mis palabras y frases lo único que intento es buscar algo más alla
de las propias palabra, de los edificios fríos que me rodean, de las
pisadas que tras de sí dejan las personas que se han alejado de mi,
intento buscar algo más allá de todo lo que duele.
Pero me engañaría sino no dijera que en el fondo soy mínimamente feliz,
porque al final las tristezas te hacen fuerte y superarlas hace que los
ojos ganen un brillo especial.
Y lo que toca es mirar hacia el futuro… ese futuro que huele a nuevo, a
excitante, a mágico, a desconcertante y a capaz…. a flores, a arena, a
lluvia, a abrazos, a piel, a mar, a la suavidad de las caricias... a
vida.