lunes, 5 de octubre de 2015

tiendas de ilusiones

Debería haber tiendas de ilusiones. Y elegir cuarto y mitad del sabor que te diera la gana. Y envolverlas para llevar, o engullirlas al momento con los carrillos a reventar. 
Sí, de mayor quiero ser ilusión. Eso es. Una bien rolliza, bien grande, como cuando creíamos que el patio del recreo era más ancho de lo que era, o como cuando la vida sólo iba de contar hasta 100 por todos mis compañeros pero por mí primero de que tu madre te llamara por la ventana o de que las heridas se curaran con mercromina y rodilleras. 
Estaría bien eso de quitarse los sugus del cielo de la boca con el dedo índice y colorear sin salirse. Que el columpio parezca que va a darse la vuelta y que la paz en el mundo sea gritarle al monstruo de debajo de la cama que no haga ruido al comer galletas. 
Me pido también una ilusión que no se repita. Porque acaban convirtiéndose en un eructo de lo que fueron. 
 
Claro. Eso quiero. Seguro que se me concede ese regalo. ¿A que sí? Tampoco pido tanto. No creo que sea un abuso pedir una ilusión crujiente, recién hecha para mí, sólo para mí. ¿A que no?

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