Debería haber tiendas de ilusiones. Y elegir cuarto y mitad del sabor
que te diera la gana. Y envolverlas para llevar, o engullirlas al
momento con los carrillos a reventar.
Sí, de mayor quiero ser
ilusión. Eso es. Una bien rolliza, bien grande, como cuando creíamos que
el patio del recreo era más ancho de lo que era, o como cuando la vida
sólo iba de contar hasta 100 por todos mis compañeros pero por mí primero, de que tu madre te llamara por la ventana o de que las heridas se curaran con mercromina y rodilleras.
Estaría
bien eso de quitarse los sugus del cielo de la boca con el dedo índice y
colorear sin salirse. Que el columpio parezca que va a darse la vuelta y
que la paz en el mundo sea gritarle al monstruo de debajo de la cama
que no haga ruido al comer galletas.
Me pido también una ilusión que no se repita. Porque acaban convirtiéndose en un eructo de lo que fueron.
Claro.
Eso quiero. Seguro que se me concede ese regalo. ¿A que sí?
Tampoco pido tanto. No creo que sea un abuso pedir una ilusión
crujiente, recién hecha para mí, sólo para mí. ¿A que no?
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