Otoño siempre triste. Y tú no vuelves.
No, no vuelves. No regresas por Navidad, no te sientas a cenar con
nosotros. Tu plato ya no está sobre la mesa, tu sonrisa ya no está en nuestra
retina.
No queda rastro de tu tacto sobre mis yemas, de tu pelo, canoso pero
inmortal, sobre mis dedos. No queda rastro de tus ojos sin
brillo, de tu voz sobre mis tímpanos.
Te fuiste. Después de tanto, después de tantos, pero cuánto me dejaste.
Cuánto me regalaste, cuando muchos otros se pasan la vida sin poder
darme lo que tú me dabas con solo una mirada. Cuánto me enseñaste,
cuánto aprendí de ti. Cuánto te echo de menos, pese al tiempo y la
distancia, infinita ya. Cuánto me gustaría que siguieses mis pasos desde
el otro lado.
No sé cuánto daría por volverte a ver. Por regresar sobre mis pasos,
con todo lo vivido, y poder contártelo. Por verte de nuevo, por volver a
abrazarte, por poder sentirte aunque sea un segundo. Lo daría todo.
Pero sé que todo esto no son más que unas palabras con las que
intento llenar todo el vacío que dejaste. Lo que te llevaste de mí, lo
que dejaste de ti conmigo. Lo que compartimos, todo lo que vivimos. Es
un intento de recordarme a mí misma todo lo que fuiste para mí. Y lo que
sigues siendo cada vez que te vuelvo a ver en alguna imagen que te robó
para siempre, que te hizo inmortal, que me hace sentirme aquí, contigo.
A tu lado.
Nos volveremos a ver. En otra vida, en otro mundo, en otra época, en otros caminos.
Pese a que no vuelves, de mí nunca te has ido. Ni te irás. Por muchos años que pasen.
Eres eterno, papá. Nos veremos en ese barco. En el último viaje.
Te echo de menos.