Camina por la vida como quien desfila por la pasarela de sentimientos
más prestigiosa del mundo. Lleva siempre puesta tu mejor sonrisa, por
si llega el momento de regalarla sin pedir nada a cambio en cualquier
paso de cebra.
Ten una lista de sueños por cumplir, escrita a mano, sobre la que ir
tachando todo aquello que consigues. Cada meta, cada objetivo, cada
casualidad encerrada en el destino.
No juzgues nunca a las personas sin conocerlas. Trata siempre de
darles un diez, y que solamente con sus actos vayas restando. Y si llega
a menos de cinco, acuérdate de que un día tú dijiste a un profesor que
un cuatro, aliñado con esfuerzo, dedicación y constancia, no merecía ser
suspenso. Haz lo mismo con aquellos que se equivocaron un poco más de
la cuenta.
Piensa siempre en positivo. Sea lo que sea, todo siempre ocurre por
una razón. Solo tienes que buscarla, está ahí fuera. Y si no la
encuentras, no desesperes. El tiempo la pondrá en tu camino más
adelante.
Aprende
de cada palabra, de cada momento. Valora las decepciones como
ingrediente estrella de cualquier éxito futuro. Siente cada abrazo, cada
suspiro. Sécate cada lágrima y salta con cada alegría.
Trabaja en lo que quieres, y no dejes que nadie te diga lo que tienes
que hacer. Esos que buscan moldearte a su medida, es porque no tienen
el suficiente valor como para cumplir sus sueños. O, incluso, porque
como son incapaces de hacerlos realidad, intentan que tú tampoco los
puedas alcanzar.
Valora cada amanecer y cada día. Puede ser siempre el último. Y
aprovéchalo para dar lo mejor de ti. Para que cuando llegues a la cama,
derrotado, sientas que si es tu último aliento, estás dejando una huella
imborrable. En el tiempo, en algunos corazones, en algunas personas.
Y ese es un motivo más que suficiente para vivir. Y reír. Y sentir. Y soñar. Y volar.