miércoles, 18 de febrero de 2015

los que quieren... sin querer

Es la edad, lo sé. Tiene que serlo. 
No puede haber otra razón para que el escepticismo hay echado raices en mis percepciones, una a una, hasta colocarlas desordenadamente en un montón de dudas e incógnitas permanentes. Si antes abría los ojos con sorpresa y admiración ante determinadas personas, ahora esos mismos ojos van acompañados de unas arrugas que ocultan en sus pliegues la experiencia que dan las miserias propias y ajenas, y la convicción de que toda sinceridad tiene matices y toda honestidad, sus excepciones.
Ahora admiro lo que las personas me hacen sentir sin querer, no lo que me obligan a ver. 
Ahora admiro a los que se hacen querer sin mostrarlo.
A los que son excepcionales porque no pueden contarlo. Lo gritan a los cuatro vientos, incluso lo demuestran, pero sin ningún altavoz sonoro... son gritos silenciosos. Trabajan horas y besan al regresar, cuando los labios están ya cansados de tanto hablar. Se duermen de agotamiento en el metro o el autobús y los días se les escapan ayudando a otros, atendiendo a la familia, cuidando a los niños, enterrando frustraciones y abonando ilusiones. Y aún dicen “gracias, amiga” y aún encuentran hueco para tomar unas cañas con su gente. Ellos son los admirables, los que aman sin pensarlo, los que quieren sin querer.
Y, por suerte, hay unos cuantos... y yo conozco a algunos.

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