Es la edad, lo sé. Tiene que serlo.
No puede haber otra razón para
que el escepticismo hay echado raices en mis percepciones, una a una, hasta
colocarlas desordenadamente en un montón de dudas e incógnitas
permanentes. Si antes abría los ojos con sorpresa y admiración ante
determinadas personas, ahora esos mismos ojos van acompañados de unas
arrugas que ocultan en sus pliegues la experiencia que dan las miserias
propias y ajenas, y la convicción de que toda sinceridad tiene matices y
toda honestidad, sus excepciones.
Ahora admiro a los que se hacen querer sin mostrarlo.
A los que son
excepcionales porque no pueden contarlo. Lo gritan a los cuatro vientos,
incluso lo demuestran, pero sin ningún altavoz sonoro... son gritos silenciosos. Trabajan horas y
besan al regresar, cuando los labios están ya cansados de tanto hablar.
Se duermen de agotamiento en el metro o el autobús y los días se les
escapan ayudando a otros, atendiendo a la familia, cuidando a los niños,
enterrando frustraciones y abonando ilusiones. Y aún dicen “gracias,
amiga” y aún encuentran hueco para tomar unas cañas con su gente. Ellos
son los admirables, los que aman sin pensarlo, los que quieren sin querer.
Y, por suerte, hay unos cuantos... y yo conozco a algunos.
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