Todo viene y va, pero, a veces, mucho más se va. Un día estuvo y, por lo tanto, fue.
Estamos llenos de recuerdos,
suficientes para llenar las penas, y cada uno de ellos forma parte de
nosotros, de lo que fuimos y de lo que somos. En ocasiones, no sabemos
apreciarlos, no queremos tenerlos ahí y creemos
que por enviarlos al final del cajón, ese que nunca abrimos,
desaparecen. De lo que no nos damos cuenta es de lo bonito que es
tenerlos, porque son historia.
Nuestra historia.
Relacionamos los recuerdos
con personas que han pasado por nuestra vida, y hemos odiado tanto
perderlas que por ello odiamos también los recuerdos que han dejado en
nosotros. Pero ¿y si lo vemos de otra manera?
Repito, todo viene y va.
Porque nunca nada nos pertenece lo suficiente como para quedarse en
nosotros de por vida. Pero los recuerdos sí se quedan, porque nosotros
los hemos creado y los hemos guardado en una parte
de nuestro corazón. ¿Para qué hablar de ellos con rencor? Ni si quiera
esconderlos merece la pena, porque cuando menos nos lo esperemos y por
un motivo que no sabremos definir, volverán a aparecer.
Y cuando eso pase, sonriamos,
por tenerlos, por ser parte de nosotros, porque tenemos eso de ese
alguien o de ese lugar que el resto no tiene.
Mejor eso a tener un corazón vacío, porque por muy fácil
-o preferible- que parezca a veces no querer sentir, a largo
plazo duele más eso que no haberse arriesgado, no haberse dejado la piel
y no tener en la mente y en el corazón todo lo que un día fue.
Pero aún nos queda mucho por
delante, todavía somos y por eso estamos. Porque nunca son suficientes
los recuerdos, porque siempre estamos a tiempo de crear más.